lunes, 16 de marzo de 2009

La Piedra

Una desbandada de niños abandonaba en cascada la escuela de ladrillo calizo. Una vez en el patio se disgregaban en grupos y allí se juntaban esos tres, formando su particular y reducido núcleo. Tres amigos que parecían tres hermanos. Sin ser iguales eran inseparables.

Era jueves y habían decidido que los jueves volcarían toda su energía en visitar la biblioteca. Esperaron a que el patio se vaciase. La biblioteca no era un lugar popular y su fama de raros ya era considerable.

Hicieron los planes sobre qué libros visitarían aquella tarde. Era su segunda excursión bibliotecaria consecutiva, la primera tuvo que ver con trabajos escolares, pero a lo largo de ella vivieron una experiencia inesperada y completamente diferente a lo que la televisión o el cine podía proporcionarles.

Con las ideas claras sobre los pasillos que visitarían, se dirigieron a la biblioteca. Al entrar la bibliotecaria los miró con incredulidad. Ninguno de los tres parecía el tipo de chico que repite visita a la biblioteca, aun así les ofreció su ayuda. Sin prestarle demasiada atención se dirigieron directamente a la sección de novelas.

Su velocidad por entre los pasillos no respetaba el silencio ni el sosiego del local. A medida que los libros se hacían más interesantes a sus gustos fueron distribuyéndose aleatoriamente por entre los estantes. Buscaban un libro para compartir entre los tres, con ilustraciones de intriga o de leyendas.

Hasta que en las manos de Andrea apareció un libro cuyo nombre la cautivó.

—Héctor - gritó Andrea en voz baja - creo que éste es el que buscamos - le susurró a gritos, mostrándole el libro.

Andrea agarró el libro por el lomo con la mano derecha, mientras con la izquierda se subía los pantalones caídos que dejaban ver unas bragas rosas. Se sentó en la silla central de una mesa de tres colocando el libro sobre la misma, de manera que los tres tuviesen acceso, casi midió las distancias. Lo abrió por la página 482.

Héctor se colocó a la derecha, cruzó las piernas sobre la silla y se sentó sobre ellas, así ganaba altura y no perdería detalle. No le importaba que sus tejanos llenos de agujeros, se estirasen, crujiesen y desmembrasen aún más. Manu a la izquierda, él era más alto y espigado, tenía una perspectiva privilegiada.

Se miraron a los ojos y respiraron hondo. Andrea metió la mano en su mochila, se cortaron las respiraciones, sabedores de lo que pronto sucedería. Envuelta en su mano apareció una piedra, un canto rodado surcado por cuatro vetas de cuatro colores que se escapaban entre los dedos de Andrea.

Andrea colocó la piedra sobre las páginas abiertas del libro. Cuando papel y letras notaron el contacto de la piedra tomaron vida y frases, palabras, letras, puntos, comas y acentos empezaron a girar formando un remolino. Las manos de Héctor y Manu se amontonaron sobre las de Andrea. Sus dedos empezaron a girar en un movimiento imposible, después sus manos. Pronto todo su cuerpo giraba al mismo tiempo que las frases del libro, hasta que se vieron inmersos en él.

Aterrizaron sobre una superficie metálica. Sus pies golpearon fuertemente una plataforma que no paraba de tambalearse. A través de un ojo de buey observaron el pulpo gigante que les atacaba. Los tripulantes del navío corrían de un lado para otro, mientras una voz ordenaba. Se dirigieron hacia el puente de mando, orientándose por las órdenes que se escuchaban.

Cuando los tres semi-adolescentes entraron en el puente, se hizo el silencio. El capitán Nemo, absolutamente quieto, inquisitivo, los penetraba con la mirada. Aquel segundo pareció eterno para Manu, Andrea y Héctor pero Nemo reaccionó rápidamente ordenando inmovilizarles, en aquel momento en que su nave era atacada, no podía pensar en otros problemas.

En la vidriera frontal se observaba un pulpo gigante que todos miraban con pánico. Maniatados y sentados en un rincón hablaban sobre las posibles soluciones. Querían ayudar, ganarse la confianza de Nemo y al mismo tiempo estaban ávidos de experiencias.

El Nautilus se paró bruscamente, haciendo que los tres se golpeasen contra la pared del submarino, seguramente por el ataque de algún pulpo. El capitán Nemo ordenó lanzar un ataque con balas eléctricas. Este era el momento de Manu, aficionado a la Oceanografía, advirtió al capitán Nemo,
- «De nada servirán las balas eléctricas contra sus cuerpos blandos y gelatinosos». Le gritó desde el rincón, intentando mostrar sus buenas intenciones.
Pero Nemo les miró con cierto desprecio e incredulidad.

- ¿Cómo habían llegado aquellos niños a su nave?, pensaba. Aunque rápidamente la realidad sacudía el submarino.

A ellos se acercó un personaje que parecía tener cierta autoridad en el submarino, se presentó como Ned Lan.

- ¿desde cuándo estáis en el submarino?. Aunque su cara mostraba otras preguntas sin responder sobre los tres polizones.
No contestaron a la pregunta, pero si expusieron sus ideas.
-Tenemos que subir a superficie. Explicó Manu, al tiempo que intentaba ponerse en pie con las manos atadas a la espalda.
-Capitán, la única manera de luchar contra esos monstruos es cuerpo a cuerpo. Gritó Héctor intentando que su voz convenciese a Ned Lan y a Nemo. Quería que se olvidasen que habían aparecido de la nada, y que confiasen en ellos.

Un remolino de contradicciones se mostró en el rostro del capitán, y en un intento desesperado de vencer a los cefalópodos ordenó ascender a superficie, mientras los pulpos luchaban por mantenerlos en el fondo. Manu notaba al contacto con las paredes metálicas, como la maquinaria hacía girar a trompicones las potentes hélices que propulsaban el submarino hacia arriba.

Andrea y Héctor se pusieron en pie, al tiempo que solicitaban a Nemo les soltase para que armados pudiesen luchar contra los pulpos.

Nemo bajó rápidamente del puente, se acercó a ellos interrogándoles con aquella mirada oscura y penetrante, su barba, alargada hasta el pecho, le proporcionaba un aspecto altivo e intimidante.
Sin decir nada, y posponiendo el interrogatorio, les soltó.
- Dadles hachas y arpones. Ordenó.
– Todos armados y a la superficie. Fue su último grito antes de desaparecer por las escaleras que conducían a la cubierta exterior.
Los pulpos parecían aún más gigantescos y sus tentáculos se multiplicaban. Los marineros y los tres polizones luchaban contra ellos produciéndoles múltiples heridas. La batalla era en conjunto desigual, y algún marinero ya había terminado en el hambriento pico de un pulpo.
Cuando los tres estuvieron fuera, armados con sendas hachas y un arpón,
sus miradas se cruzaron y el miedo se veía reflejado en ellas. Un pensamiento atravesó sus mentes, “quizá debimos escoger otro capítulo”.
Volvieron de golpe a la realidad, cuando un tentáculo golpeó a un marinero que se encontraba a su lado. El miedo desapareció, estaban allí, viviendo una leyenda, no dejarían escapar la oportunidad. Arremetieron contra los pulpos sin más temores.
Uno de los tentáculos atrapó a Héctor arrancándolo de la cubierta. Lo asfixiaba y zarandeaba, sumergiéndolo reiteradamente en el agua. Andrea reaccionó con rapidez y lanzó su arpón intentando acertar en uno de los ojos del pulpo, falló. Héctor luchaba por deshacerse del abrazo mortal, pero el tentáculo lo estrujaba haciendo que sus huesos crujiesen.
Manu y Andrea se miraron asustados, tenían que tomar una decisión y rápido. Los tres se habían embarcado en aquella aventura y sólo los tres podrían salir de ella. El pulpo izó a Héctor muy cerca de donde se encontraban sus amigos. No lo dudaron, mientras Andrea abría su morral y sacaba la piedra, Manu la agarro por la cintura y ambos saltaron al encuentro de su amigo prisionero. Las tres manos volvieron a unirse a la piedra, e instantáneamente desaparecieron de aquel lugar de pesadilla.

Aterrizaron ensopados de sal y agua sobre las sillas de la biblioteca, produciendo un escándalo que retumbó por toda la sala, y haciendo que la bibliotecaria, muy disgustada, les chistase durante cuatro segundos. No los veía, pero sabía que eran ellos.
Sin soltar las manos de la piedra, sus miradas se unieron llenas de adrenalina y complicidad. Juntos y ayudándose mutuamente se pusieron en pie. Encima de la mesa estaba el libro. Con mucho cuidado e intentando no mojarlo, lo cerraron.
Durante un segundo pensaron en repetir, en buscar otro libro, pero Andrea, que no había soltado la piedra ni un segundo negó con la cabeza. Alargó la mano hacía su costado en busca de su morral, pero ya no lo llevaba colgando. Respiró con ansiedad recordando sus últimos movimientos. Manu la había empujado de la cubierta cuando saltaron al encuentro de Héctor, y su morral con el libro donde debía guardarse la piedra, donde se hallaban instrucciones y advertencias, habían quedado en el Nautilus.

Miró con angustia a sus compañeros, y recordó las palabras de su abuelo al entregarle el libro que contenía la piedra.
- Tú debes controlar a la piedra, si abusas, te dejas llevar o no respetas las advertencias, te perderás en algún mundo del que no encontrarás la puerta de salida.

Poco a poco, y mientras el agua se escurría por sus ropas y empapaba el suelo, la angustia de Andrea se tornó en una sonrisa y una mirada que los invitaba a volver a amontonar sus manos sobre la piedra.

Héctor dio el primer paso, mientras Manu que se recolocaba los tejanos, dio el segundo.

martes, 24 de febrero de 2009

MARCA-DOS A FUEGO. (1)

En manadas, en manadas nos subimos a aviones que nos llevan a Cancún o a cualquier otro sitio con playas de arena blanca y aguas de cristal. Donde nos atienden gentes con la piel tostada y quemada por el sol. En manadas nos subimos a autocares que nos llevan a ver las murallas de Ávila pero que sólo podemos disfrutar durante 12,5 minutos porque la siguiente visita está programada para las 4:30. Y, ¿con qué volvemos? ¿Con un recuerdo que nos llena y nos apacigua el alma?, casi mejor volvemos con una cámara digital llena de fotos obligatorias, con gente que se coloca en posiciones que no conoce y con sonrisas que no son las suyas. Y cuando llegamos al final nos enteramos de que ésta no era la meta. De que no queríamos llegar a ese sitio, porque es igual que el del verano pasado. Que en realidad la belleza no se encuentra en llegar al final, sino durante el camino que recorrimos, y durante el cual algún imbécil nos arrastró a toque de pito sin dejarnos parar en ninguna estación.
Hemos perdido el gusto por sentarnos en una piedra a masticar regaliz, y respirar hasta que los pulmones se enfríen y se recuperen de escuchar y tragar el tráfico diario. Ya no queremos que el culo se nos quede frío en una roca mientras miramos el horizonte o un árbol, o una simple mariposa que, ajena a nuestras ansias de acumular, vuela a nuestro alrededor sin otro sentido que volar y encontrar el aroma de otra flor. Las orillas de un río límpido, con piedras redondeadas de tanto golpe, ya no quieren que refresquemos nuestros pies malolientes y cansados. Porque nosotros ya no le respetamos, dejamos de quererle hace mucho tiempo. Ya no escuchamos cómo se mueve, cómo el agua golpea entre sí y es capaz de calmar hasta la envidia más asesina.
Mejor si cogemos aviones que nos lleven lejos, más lejos, aún más lejos. A probar comidas que no entendemos, en vez de abrazar un árbol. A ver animales grandes, más grandes, aún más grandes a los que no respetamos, en vez de observar y dejarnos invadir por el canto de un grillo.
¿Sabéis cómo canta un grillo, o cómo vuela un gorrión, habéis visto una ardilla saltando de un árbol a otro? No importa si hay una persona que sabe más que todos nosotros juntos, y se ha inventado una G y una S para marcárnosla en el hombro, en el cuello o en el culo. Y además mientras nos engaña se ríe, nos roba el sudor, y se bebe nuestra sangre. Otros se dedican a colocarnos un cocodrilo en el pecho, es peor si es falso, o ¿es más falso el original? Qué nos importa si mientras nos regodeamos en la desdicha ajena del “Tú no puedes, yo sí”. Voy marcado hasta en mis labios, más rojos y ensangrentados que los tuyos. Pero para todo eso hay que ser un Gurú, o parecerlo o mejor aún, hacer creer a los demás que lo eres, que tienes la llave, la certeza de que yo he estado donde todos vosotros queréis ir y os puedo enseñar el camino. Venid a mi lado pero a cambio vaciad vuestros bolsillos en el mío que se encuentra lleno de sapiencia y de estímulos que encontré lejos muy lejos, aún más lejos. Y nos reúne a todos y nos maniata, los pies también, nos tapa la boca con un esparadrapo barato, mientras nos hipnotiza con una flor. La margarita más hortera y pestilente que jamás haya calentado el sol, sin aroma, sin textura y que además no podemos guardar en un libro después de nuestra primera cita quinceañera. Pero nos la muestra de un lado y del otro hasta que nuestras pupilas se vuelven margaritas, la reverenciamos y hacemos penitencia de rodillas hasta el garito más cercano, y para merecerla tienen que sangrarnos las rodillas. Pero cuando se ciñe a nuestro cuerpo, cuando notamos esa segunda piel, acrílica y manchada de sangre y padrastros de un niño vietnamita, entonces el Gurú nos mira, con sus ojos negros marcados con dos barras y una serpiente sinuosa entre ellas, vaticinando, ahora eres mejor, sal y machaca a tus semejantes, písales la cabeza. Al menos durante esta temporada tú, sólo tú y otros miles de borregos sois diferentes, mejores. Ya tienes la marca, levanta la cabeza, no pienses, no opines, pero levántala.

lunes, 16 de febrero de 2009

Little Britain,..& Little Britain USA

La verdad es que intentar explicar el humor de esta pareja de británicos es bastante complicado.Leyendo artículos diversos se les compara nada menos que con los Monty Phyton, y en algunas de sus otras características con Benny Hill o "Mr. Bean".
Sinceramente estos dos zumbados no creo que sean catalogables se les mire por donde se les mire. No hay ningún tipo de pudor o límite en sus parodias, nadie está a salvo, y realmente más parecen un par de macacos armados con sendas pistolas y disparando sin tregua, que un par de humoristas. Absoluto genio sin límite. Y cuando Gran Bretaña se les quedó pequeña dieron el salto a USA donde han encontrado un filon con su nueva serie Little Britain USA. Añadiendo a esto las magnificas interpretaciones de ambos, y desde mi punto de vista sobre todo del Sr. Matt Lucas, más el acierto de emitir la serie en V.O.S. nos dejan un catalogo del esperpento que son la sociedad británica tan hipócrita y absolutamente decadente por su concervadurtismo, como la estadounidense para la que no tengo calificativo.

martes, 10 de febrero de 2009

DESAPARECER

Tampoco fue para tanto, una bronca como tantas otras.
Pero se me instaló en el interior un come-come, una sensación extraña como cuando el inicio de una úlcera coloca el primer punto en tu estómago, quizás el primer punto y la primera coma.
Aquella sin duda era la mujer de mi vida. Ya había conocido a varias, algunas más hermosas, algunas más cultas, algunas más activas sexualmente, pero ninguna que reuniese todas esas condiciones y en un porcentaje tan atractivo.
La discusión duró poco, pero lo peor fue su mirada, a medida que sus palabras me golpeaban una tras otra, se tornaba en el color de la ira, del desprecio, de la angustia por no entenderme, en el color del ansia por saber que tenía que abandonarme aún creyendo que me amaba. Mientras ese ser embrionario plantó su semilla en mi vientre, microscópico empezó a comerme por dentro. Yo notaba que él crecía mientras se alimentaba de mí.
Cuando me soltó las últimas palabras - “te odio”, quedé como el agua de un pantano, que quiere moverse pero no puede y no sabe por qué. Al principio estuve de pié, puede que durante un buen rato, mientras mis pies se encogían y a mis zapatos ya les sobraba un número. Luego me desplomé sobre un banco, mi culo que al principio parecía empequeñecer, y después siguió menguando hasta que mis huesos tropezaron con la madera, que era bastante más dura que ellos.
Quizá no fue una discusión tan ligera, quizá sólo me lo pareció a mí. Puede que ella estuviese esperándome y yo no lo notase, puede que ella hubiese sembrado hace meses la semilla de todo lo que su boca soltó, y yo, perdido en las ondas de su pelo negro, como su sonrisa aquella tarde, no lo hubiese notado. Quizá embriagado por el beso de su saludo, no entendí su pose defensiva, que poco a poco se tornó en garras que me desgarraron la camisa y luego la piel y después la carne, y me partieron los huesos e hicieron que me sintiese menos alto, un poco mas bajo.
Sentado en el banco me hinqué los codos en las piernas para que mi cara se pudiese apoyar en la palma de las manos, primero coloqué una mejilla en la palma derecha, luego coloqué la otra en la izquierda. Tenía la extraña sensación de tener el suelo cada vez más cerca, mientras pensaba en sus reproches. El primero no lo entendí, sólo había usado su cepillo de dientes unas cuantas veces, y el último se me antojó exagerado, aquella mujer no significó nada, sólo era hermosa y con lavar las sábanas de nuestra cama hubiese sido suficiente.
Definitivamente estaba adelgazando, la ropa me quedaba más ancha y grande. Sentado en aquel banco, se me antojó que por momentos mis puños arremangados se acercaban a mis muñecas a máxima velocidad.
Le diría otra vez que me perdonase, que lo sentía que no volvería a pasar. Me sentía empequeñecer, quizá porque no creía mis propias palabras gastadas de usarlas un día y otro y después otro. Quizás era una alucinación, pero mi pié un poco más pequeño dejó escapar un zapato. Lo vi caer al suelo despacio, muy despacio, primero se deshizo suavemente de mi pie, resbaló con la ayuda del calcetín y deslizándose con reposo y calma, sin atender a la ley de la gravedad, fue cayendo un fotograma tras otro, y ante mis pupilas exhaustas y dilatadas, aparecieron los días y las noches que pasamos juntos. Los vi pasar nítidos y perfectamente definidos, el día que la conocí hace ya más años de los que soy capaz de recordar. Intenté detener los fotogramas en los días risueños, pero no podía, pasaban todos a la misma velocidad. Me veía en la cama mientras ella me amaba y al siguiente instante yo volvía del trabajo mientras ella se preparaba la comida, el instante siguiente era yo el que hacía la comida mientras ella volvía del trabajo y desparramaba la ropa por la casa entera. Yo hubiese querido detenerme, pero el ritmo cansino de un día tras otro no dejaba de sucederse. Un golpe seco hizo que mi mente dejase de entrever los días, mi otro zapato golpeo el suelo, dejando a la vista el calcetín.
En otro momento me hubiese importado lo que pensase la gente, pero empecé a balancear los pies alternativamente. Y sin más, los días volvieron a pasar uno tras otro, me vi con mi taza de té apoyado en el mármol de la cocina mientras ella me decía que me sentase y apretaba con sus pulgares mi espalda, entonces se me entornaban los ojos de gusto, mientras veía su rostro en el acero inoxidable de la nevera, se mordía el labio inferior hasta dejarlo blanco para apretar con más intensidad y que me derritiese en aquella banqueta pequeña e incómoda. Duraba poco. La veía el instante posterior en la misma cocina señalándome con el dedo índice, mientras lo agitaba arriba abajo escupiéndome palabras que yo no quería oír.
No entendí por qué mi camisa a pesar de estar arremangada me llegaba y sobrepasaban las manos. Pero tampoco me importaba, notaba cómo aquel comezón del estómago crecía y se apoderaba de mi cuerpo, era un monstruo con alcohol por sangre y lijas por dientes que notaba engrandecerse en mi vientre mientras aparentemente yo seguía empequeñeciendo.
La verdad es que no entendía por qué aunque estaba con una mujer adorable, me seguía acostando con todas las que me parecían apetitosas. Pero es que no podía evitarlo, quizá no quería, pero era tan poco el esfuerzo para llevármelas a la cama, al coche, al ascensor, al lavabo o a cualquier sitio apartado donde restregarme contra sus pezones enhiestos. Ellas también aparecían en algunos fotogramas, y al verlos a aquella velocidad me di cuenta de que si que eran muchas y, de que si que habían sido demasiadas veces. De pronto dejé de ver mi cara en el hombre que sudaba con todas aquellas y empezaron a aparecer otras caras, y las caras de ellas se cambiaron por una sola. Era Eva, al que había sido mi mujer hasta hacía justo ahora 1 hora y 33 minutos. Seguía viéndola gimiendo en el coche con uno que no conocía, otro se aplastaba contra Eva mientras ella se aplastaba contra una pared, y no era el mismo de antes, y no era yo. Y ella sí era Eva. Luego apareció gimiendo en el probador de unos grandes almacenes, mientras otro hombre que tampoco conocía restregaba su sudor volviéndolo a lamer, seguía sin ser yo. No me gustó. No me gustaba. Seguía viéndola y seguía sin gustarme. Pero no era ella, era yo, y no eran otros eran otras.
La camisa casi me tapaba la cara, parecía que me había metido dentro de ella, no lo entendía. No notaba el estómago hinchado, pero la bestia seguía alimentándose de mí, cada vez más grande, cada vez más fuerte, cada vez sus bocados más grandes y cada vez sus mordiscos mas dolorosos.
Sin darme cuenta habían transcurrido varias horas, e incluso siendo verano empezó a refrescar. Así que viéndome ya casi dentro de la camisa en vez de continuar sentado sobre aquel banco, cada vez más gigantesco, me tumbé arropándome con la ropa restante. Colocándome en posición fetal el dolor se adormecía y decrecía, como yo, aunque no desaparecía. Algo seguía irritándome y engulléndome desde dentro.
Cerré los ojos y Eva apareció de nuevo, la veía llorar de dolor, veía cómo un dolor anaranjado la envolvía, una bruma nebulosa de la que llovían miles de alfileres que se le clavaban por todo el cuerpo, lloraba. Ciego alargué la mano en un intento de calmarla, de consolarla. Pero mi mano la atravesaba sin tocarla. La nube provenía del final del pasillo de nuestro piso, alguien giraba una manivela y la producía, se afanaba en introducir cristales, hierros oxidados, clavos pringados de herrumbre, tornillos con tuerca y sin ella, mientras seguía girando la manivela de aquella máquina infernal apareciendo por el otro lado un aliento fétido y anaranjado cargado de miles de minúsculos aguijones y agujas que se clavaban en la piel y en los ojos y en las uñas de Eva, que lloraba y gemía de dolor, y yo no podía consolarla, alargaba mis manos y mis brazos, ahora completamente enterrados en kilómetros de tela de mi camisa, pero no la alcanzaba. Me revolví contra aquel hombre que giraba la máquina. Quería verle la cara, quería partirle el alma. Le grité para que me mirase, y levantando la cabeza me miró. Era yo. Era mi cara con mis ojos azules, esos que tanto gustaban y atraían. Se volvieron oscuros. Y mi boca, esa de dientes blancos y perfectos, sonrió y mis dientes se pudrieron. Y mi frente de piel tostada de delicadas y finas arrugas se agrietó y de los surcos de la tierra mal arada brotó la sangre ennegrecida y purulenta que me resbalaba por la nariz quemando todo lo que tocaba y dejaba a su alrededor.
Abrí la abertura que quedaba entre un botón y otro para poder mirar el exterior. La altura desde el banco al suelo se convirtió en un precipicio. No podría bajarme de él, no podría volver a casa. Así que volví a adentrarme en aquel mar de tela, quería salir fuera, pero estaba y me sentía desnudo.
Caminé dentro de mi camisa y me dejé resbalar por los toboganes que se formaban entre los listones del banco. Ahora me sentía diminuto, microscópico, saltaba entre las hebras de la camisa, ahora agigantadas.
Empecé a no poder respirar, las moléculas de oxigeno, eran demasiado grandes para pasar por mi nariz, dejé de respirar, dejé que el monstruo y un sueño tenue se apoderasen de mí.

viernes, 6 de febrero de 2009

El Sueño de Gabriel

“Anoche soñé que soñaba, acostado de lado, mi brazo derecho abrazaba la almohada, y soñé que soñaba”.

Anoche soñé que soñaba, escuchaba el ritmo de mi respiración, sólo, en mi cama, noté como un dedo surcaba mi espalda y recorría mi espina de arriba abajo. Soñando giré mi cuerpo para ver que me tocaba, y al entreabrir los ojos, vi tu sonrisa y esa mirada que sólo significa ven. Y tu mano se apretaba fuerte contra mi nariz y mis labios querían pronunciar palabras, pero tú no me dejabas, oprimías mi boca y seguías bajando hacía mi barbilla y dibujaste mis hombros, y marcando círculos encontraste mi vientre.
Alargué mi brazo para acariciarte, pero no estabas a mi alcance, te alejabas de mis dedos, mientras los tuyos me recorrían y se enredaban en mi pecho.

Y anoche soñé que soñaba, intentaba alcanzarte otra vez, pero mis manos no te tocaban, así que se volvieron contra mí. Buscaban aferrarse a las tuyas, la única parte de tu cuerpo alcanzable, flotando, tu rostro se unió al mío y noté tus labios, húmedos y cálidos. Y no podía moverme, tú no querías, tú no me dejabas. Me mordías en la cara y en los ojos y yo no podía moverme.
Tus manos, más grandes que nunca se restregaban en mi pecho, y se me erizaba el vello mientras tu lengua se enroscaba en mis pezones.
Me ahogo.
Controlas mi respiración y necesito más aire.
Quiero tocarte pero me lo impides, y busco mi mirada más tierna y te la muestro, solicitando, implorando compasión. Pero con un leve movimiento de negación me haces entender que mi tortura acaba de empezar.
Tus dientes aferran mi labio inferior y comprendo que esta noche soy tu juguete preferido.
Tus pezones desnudos se acercan mientras bailan cada vez más cerca de mi cuerpo. Finalmente se apretujan contra mí, los noto duros, mojados, como si manase leche maternal.
No puedo más.
Cierro los ojos.
“Anoche soñé que soñaba”. Ahora te veo. Está más cerca. Y puedo moverme.
Mis pulgares dibujan tu rostro. Ya sonríes, me acerco y te beso, y me besas. Ya noto tu cuerpo caliente, y me agarro a tus hombros, lamiendo tu cuello, y resbalo hasta tus pechos, enrojecidos de deseo los aprieto entre mis labios, intento engullirlos. Los saboreo mientras mis dedos caminan entre tus piernas que me dejan. Mientras, mi lengua lucha con el tamaño de tus tetas. Y te muerdo los hombros, y tus dedos se me agarran al pelo y me lo estiran, hacía atrás hacía un lado hacía a otro, mareándome, tu cuerpo gime y el mío lo saborea. Borracho de ansia incrusto mi lengua en tu vientre, y la paseo por toda tu piel, tus manos me oprimen hasta asfixiarme.
Ya mi boca busca tu sexo, mi lengua lo ha encontrado. Quiero notar como tu cuerpo se arquea, y mi lengua se divierte buscando tus zonas más sensibles, quiero acariciarlas y golpearlas sin piedad. Ahora estás a mi merced y voy a hacerte gritar. Tu cuerpo se dobla, se endurece, mis dedos se abren paso entre tu sexo. Mientras mi lengua te lame y te lame y te lame, mis dedos te penetran. Oigo tus gemidos pero no voy a parar. Ahora tu cuerpo vuelve a arquearse, para relajarse mientras un largo suspiro se te agolpa en la garganta, ahora no te mueves, no me hablas, no me miras, sólo respiras y te quedas con todo.